FREUD Y LACAN -hablados- 5

Miguel Oscar Menassa -2014

 


LAS SERVIDUMBRES DEL YO
Y
LAS DOS CLASES DE INSTINTOS

 
Hoy intentaremos hablar de las Servidumbres del Yo y algunas frases que quedaron pendientes de las dos clases de instintos.

Al hablar del Superyó, del Yo y del Ello en la segunda tópica freudiana, hubiese preferido que, en el momento de dar esta conferencia, ustedes hubieran constituido, aunque fuera mínimo o primitivo, un Superyó.

Espero que nadie se sienta nombrado, o viceversa espero que todos se sientan nombrados. Hay un problema que se plantea en psicoanálisis que es el problema del dinero y del sexo, íntimamente relacionados.

Cuando digo que la cuestión con el dinero está íntimamente relacionada al sexo, estoy diciendo que en el manejo del dinero, lo que normalmente se ve es la actuación sobre el yo de la conciencia moral, por algún goce extra que ha recibido el Yo.

Entender la constitución del Superyó, entender la particular dialéctica que esta parte diferenciada del Yo va a tener con el mismo Yo, no sé si es comprender exactamente el psicoanálisis, pero es comprender, a mi entender en gran parte, el hecho fundamental de la clínica psicoanalítica. Porque el Superyó como conciencia moral, o el Superyó como Ideal del yo, o el Superyó arrogándose los poderes del Ello, es lo que realmente produce la posibilidad de pensar las estructuras freudianas (neurosis obsesiva, melancolía, histeria, paranoia, fobias).

Esta angustia que se desencadena en el Yo en la relación con el Superyó, como instancia moral, Ideal del yo o arrogándose los poderes del Ello, es la angustia de castración.

De las otras servidumbres, del Yo al Ello y del Yo a la realidad exterior, el psicoanálisis hasta ahora no nos ha hablado claramente del porqué se desencadena angustia en el Yo frente a estas servidumbres. Y es aquí, otra vez, donde el dinero por lo particular que representa en el sistema de las relaciones sociales: un fetiche, vuelve a aparecer enlazado a los dos grandes temores del Yo frente a la realidad exterior y frente a su propia realidad psíquica, que son el sojuzgamiento o la aniquilación.

Y de esto bien cuenta se dan ustedes mismos, cuando caminando por los pasillos del conocimiento, mascullan en voz baja que alguien quiere someterlos o algún colega aniquilarlos.

En este momento dudo entre sistematizar los conocimientos acerca de la producción teórica de la segunda tópica freudiana o desarrollar frente a ustedes la imaginería de un sentido, más que para que ustedes aprendan a sistematizar una teoría, para que ustedes aprendan a sistematizar vuestra permanencia en la Escuela.

Para todas las contingencias: la muerte, la mujer, el padre…, se sabe que existe para cada estructura un modo de conceptualización que le es propio.

Fenomenológicamente, la situación analítica es una estructura, es decir, que sólo gracias a ella son aislables, separables, ciertos fenómenos. Ser neurótico puede ser útil para llegar a ser un buen psicoanalista.

El ideal de análisis no es el completo dominio de sí, la ausencia de pasión. Es hacer al sujeto capaz de sostener el diálogo analítico, de no hablar ni demasiado pronto, ni demasiado tarde.

A este fin apunta un análisis didáctico, en cuanto a la propia experiencia analítica, se trata menos de recordar que de reescribir la historia, es decir, se trata de la reconstrucción.

Lo más alejado (y esto para entrar en el tema de las servidumbres del yo), de toda la estructura analítica, es el Yo. El Yo está estructurado, exactamente, como un síntoma. No es más que un síntoma privilegiado en el interior del sujeto. Es el síntoma humano por excelencia, podríamos decir, el Yo es la enfermedad mental del hombre.

En el capítulo de las servidumbres del Yo Freud nos muestra, como siempre de una manera magistral, la enfermedad mental como resultado de la relación del Yo con el Ello, la realidad y el Superyó. Es porque existe una dialéctica del aparato psíquico que existe, asimismo, una dialéctica del enfermarse.

En esta enseñanza, la del psicoanálisis, nos dice Lacan al igual que en un análisis, tenemos que enfrentar resistencias. Las resistencias como bien nos ha enseñado Freud, tienen su sede en el Yo.

 Lo que corresponde al Yo, es la suma de los prejuicios que implica todo saber y que, cada uno de nosotros, individualmente, arrastra. Por eso, cuando una perspectiva nueva le es aportada al Yo de un modo descentrado con respecto a su experiencia, siempre se opera un movimiento por el cual el Yo trata de recuperar el equilibrio, es decir, el centro habitual de su punto de vista.

En este momento de la clase podemos decir que cuando cualquiera de vosotros (psicoanalistas o candidatos a serlo) quiere imponer su propio punto de vista, o se sienten molestos por que la “cosa” no coincide con vuestro punto de vista, la cosa que ha sido dicha es una interpretación o bien un concepto ignorado por el Yo. Y si nos preguntáramos qué es el análisis de las resistencias, en principio podemos decir junto con Lacan, lo que no es.

No es intervenir ante el sujeto para que éste tome conciencia de la forma en que sus aficiones, sus prejuicios, el equilibrio de su Yo, le impiden ver.

No es una persuasión que muy pronto cae en la sugestión.

No es reforzar, como se dice, el Yo del sujeto o encontrar un aliado en su parte sana.

No es convencer.

Es en cada momento, siempre singular, de la relación analítica, saber en qué nivel debe ser aportada la respuesta, teniendo en cuenta no sólo cómo y a qué se resiste el Yo, sino fundamentalmente, delante de quién se resiste el Yo.

Es decir, que toda intervención, como bien nos enseña Freud en “La Interpretación de los Sueños”, forjada a partir de bellas ideas del desarrollo normal de individuo y que apunte a su normalización, fracasará.

El orden instaurado por Freud prueba que la realidad axial del sujeto no está en su Yo.

Intervenir sustituyendo al Yo del sujeto, como se sigue haciendo en cierta práctica del análisis de las resistencias, no es análisis, es sugestión.

Aprovechando vuestro silencio, intentaré dar un paso atrás donde Freud nos recuerda que en “Más allá del principio del placer”, ha desarrollado una teoría que sostendrá y continuará en el presente trabajo. Teoría que distinguía dos clases de instintos: Una clase, los instintos sexuales o el Eros, era la más visible y accesible al conocimiento e integraba no sólo el instinto sexual, propiamente dicho, no coartado, sino también los impulsos instintivos coartados en su fin y sublimados derivados de él y los instintos de conservación. La determinación de la segunda clase de instintos, nos opuso serias dificultades, pero acabamos encontrando en el sadismo su representante. Supusimos, entonces, una pulsión de muerte cuya misión es hacer retornar todo lo orgánico animado al estado inanimado, en contraposición con Eros, cuyo fin es complicar la vida y conservarla.

A cada una de estas dos clases de instintos se hallaría subordinado un proceso fisiológico especial (creación y destrucción) y en cada fragmento de sustancia viva actuarían, si bien en proporción distinta y siempre diferente, las dos clases de instintos.

En el caso de la pulsión de muerte, el sistema muscular permitiría en parte su expresión como instinto de destrucción, orientado hacia el mundo exterior y otros seres animados.

Una vez admitida una mezcla de instintos, surge la idea de una disociación más o menos completa de los mismos. En el componente sádico de Eros tendríamos el ejemplo de una mezcla apropiada de instintos, y en el sadismo devenido independiente como perversión, el prototipo de una disociación aunque no completa. Suponemos que el ataque epiléptico es un producto y un signo de la disociación de los instintos.

La esencia, nos dice Freud de la regresión de la libido, está integrada por una disociación de instintos, en cambio, la progresión sexual desde fases primitivas hasta una sexualidad adulta, tendría como condición una agregación de instintos.

Freud antes de entrar a las servidumbres del Yo e intentando dar cuenta de una energía libre que trabajaría según las circunstancias de descarga para Eros o para la pulsión de Muerte, deja constancia de que el narcisismo del Yo es secundario. Freud nos dice: “Se nos impone aquí una importante modificación de la teoría del narcisismo. Al principio toda la libido se halla acumulada en el Ello, mientras el Yo es débil y está en período de formación. El Ello emplea parte de esta libido en cargas eróticas de objeto, después de lo cual el Yo, robustecido ya, intenta apoderarse de esta libido de objeto e imponerse al Ello como objeto erótico. El narcisismo del Yo es de este modo un narcisismo secundario, sustraído a los objetos”.

Y un poco volviendo a nuestras servidumbres, el Yo grupal tiene como característica primordial, una de las características principales del Yo psíquico, en tanto es un Yo que puede mirarse a sí mismo, y para que un Yo pueda mirarse a sí mismo es necesario que se disocie. El Superyó tiene esa relación tan especial con el Yo porque en el momento de su instalación o de su construcción el Yo es débil, y además, la identificación que se produce en el Yo para que se construya el Superyó hace que entren al Yo las figuras más importantes de la vida del sujeto. Es decir, en un Yo débil se instalan figuras fuertes. Mas la crueldad del Superyó no viene de los modelos ideológicos conscientes, sino que viene del Ello.

Es de suponer que un grupo, para que no se estereotipe, para que no se atonte, es conveniente que constituya él mismo su propio Superyó, porque si esto no ocurre la mirada del grupo es una mirada tal, que piensa que se puede vivir en un mundo civilizado sin instancia moral.

Tengo que llegar, dice Freud, a ser normal y ser normal significa para Freud primero aceptar la realidad, luego transformarla. Si sólo la transformo, soy un loco, si sólo la acepto soy neurótico. Sano es cuando acepto la realidad y, además, la transformo.

A veces cuando ustedes hablan parecen no querer aceptar la realidad, aceptar la realidad para un candidato es aceptar la escritura psicoanalítica impartida por los profesores, y después, sobre esa realidad aceptada comenzaría vuestro propio trabajo de transformación, pero como habitualmente se los escucha intentar una transformación de lo no aceptado, eso es muy parecido a un delirio o una alucinación.

Esto lo decimos, porque para Freud es el loco el que niega la realidad establecida, niega, hace como que no existe y transforma esa realidad negada de manera delirante o alucinatoria. En cambio el neurótico al no poder soportar la realidad que acepta, huye de esa realidad para no encontrarse con ella, llegando tarde, no leyendo y, si ustedes permiten que caiga sobre nosotros la crueldad del Superyó, protestando por el pago.

Y es bueno decir que, por otra parte, el psicoanálisis no resuelve estas cuestiones, que el psicoanálisis arregla otras cuestiones, o mejor dicho, el psicoanálisis no arregla ninguna cuestión.

El problema del conocimiento, de la pertenencia al grupo, de la cooperación, son problemas ideológicos: la burguesía es la que no puede agruparse, la burguesía es la que fragmenta el conocimiento, en definitiva, en la burguesía, en su dominio, nadie quiere pagar por el trabajo teórico.

A mí me gustaría que no se fraccione el conocimiento, por eso quiero decirles que no hay sujeto psíquico, así como no hay sujeto imaginario porque eso es un perverso, no hay sujeto real porque eso es la locura y no hay sujeto simbólico porque eso es la neurosis obsesiva, tampoco hay sujeto psíquico solo. Convengamos entonces que el sujeto psíquico es una convención teórica, y que su existencia es sólo comprobable en la experiencia analítica en situación de transferencia.

El Superyó más allá de su crueldad, es el que permite la discriminación, es el que llama la atención al Yo, sobre el tiempo y el espacio que ocupa el propio Yo. No es el Yo como se cree que coordina el tiempo y el espacio, sino que es el Superyó.

El Yo no solamente es débil frente al Superyó, se opondrá al Ello de tal manera que ejercerá la represión. Cuando el Yo débil es vencido por el Ello va a trastornar su relación con el Superyó, es decir, su relación con los límites. Por lo tanto quedará alterada para siempre la realidad del sujeto y nos encontraremos en presencia de la psicosis.

Es decir, el Yo débil vencido por el Ello pierde su relación con el Superyó, por lo tanto, pierde la noción de tiempo, de espacio; pierde, se produce una solución de continuidad con lo real.

Freud para darnos su base experimental, nos va a hablar de un hecho fundamental en la clínica psicoanalítica producido por el sentimiento de culpa inconsciente del sujeto.

Este hecho clínico se llama reacción terapéutica negativa, que Freud simplifica diciendo que el paciente ha perdido su voluntad de curarse y prefiere, a simple vista, continuar enfermo.

Esta reacción terapéutica negativa no se produce en cualquier momento del tratamiento, casi nunca cuando las cosas aún no funcionan o funcionan mal.

La Escuela no les tuvo que decir que no tenían Superyó y que tuvieran cuidado porque estaban al borde de una sanción, cuando todo les iba mal, cuando no entendían una palabra, cuando no estudiaban, cuando no leían. No, todo lo contrario, cuando la relación entre ustedes y la Escuela era armónica y la Escuela les había dicho de alguna manera que ustedes estaban en la senda del conocimiento, es cuando aparecieron en ustedes las resistencias, es decir, la relación terapéutica negativa por sentimiento de culpa inconsciente.

Y cuando ocurre esto el sujeto puede tener cualquier neurosis, pero Freud nos enseña que puede tener fundamentalmente dos: la melancolía o bien, la neurosis obsesiva.

En la neurosis obsesiva el Superyó reprocha al Yo por un delito que éste no ha cometido. ¿Cómo se puede entender esto? En el juego de pasiones que se establece entre el Yo, el Superyó y el Ello. El Superyó capta antes que el Yo un deseo del Ello. Lo hace responsable al Yo y comienza a castigarlo, pero he aquí la sorpresa, el neurótico obsesivo no acepta las recriminaciones del Superyó.

Antes de definir la neurosis obsesiva vamos a decir que en la melancolía, el Superyó recrimina al Yo de una falta cometida, y el Yo se siente culpable de la falta porque el objeto al cual recrimina el Superyó, ha accedido al Yo por identificación. Es decir, que cuando el Superyó le dice al Yo “eres malo”, el Yo es malo, porque el malo al cual se refiere el Superyó está en el Yo por identificación.

Y aquí Freud se pregunta cómo es posible que el Superyó o una parte del Yo sea capaz de juntar en él todo el instinto de muerte y castigar al Yo hasta su destrucción. ¿Cómo se explica el suicidio de los melancólicos?

En primer término en el proceso de identificación Eros queda desexualizado y la pulsión de muerte en libertad actúa a sus anchas sin los límites de la combinación con Eros.

En el neurótico obsesivo hay una inversión del amor en odio, no una sencilla cortina de humo, sino una verdadera sustitución de amor en odio, por lo que el neurótico obsesivo frente a las recriminaciones del Superyó, en tanto no hay identificación con el objeto al cual recrimina el Superyó, ese impulso de destrucción que carga su Superyó, el neurótico obsesivo lo descarga sobre el objeto.

Entonces la vida del neurótico obsesivo se divide en dos: el autorreproche y, luego, cuando accede a conseguir una pareja, la tortura de la pareja.

Mientras que en el melancólico, autorreproche y castigo hasta la muerte.

Y ¿hasta dónde puede llegar el psicoanalista para sacar al paciente melancólico de esa situación, siempre terrible y peligrosa?

Entonces Freud nos dice: si el Yo no es capturado por la manía, muere, porque el Superyó tiene concentrado todo el instinto de muerte.

En el proceso de identificación de la melancolía, como en todo proceso de identificación, se desexualiza el objeto. Por lo tanto, el revestimiento erótico del objeto queda liberado de Eros, es decir, queda a merced de Tánatos.

Al neurótico obsesivo no le pasa esto porque no se identifica con el objeto. Deja al objeto revestido de libido, por lo tanto el instinto de muerte transformado en instinto de destrucción va a buscar a Eros, al objeto.

La ambivalencia no es patognomónica de la melancolía, la ambivalencia es patognomónica de la neurosis obsesiva.

Debemos recordar que en la melancolía, en cuanto uno pesquisaba el autorreproche éste no coincidía con las características del sujeto que se autorreprochaba, sino con las características del ser amado. Es decir, ya se había producido la identificación, ya el Superyó recriminaba no al Yo, aunque en apariencia lo recriminaba, sino al objeto al cual el Yo se había identificado para no perder.

Las características de las cuales se reúne el sujeto para reprocharse son del otro, no de él.

Freud llega a decir en este tipo de elaboraciones, que el Yo es coherente pero, también dice: “para conquistarse la opinión pública el Yo sacrifica sus principios y puede mostrarse oficioso, oportunista y falso, por eso que siempre es conveniente tratar al Yo psicoanalíticamente, es decir, en todos los casos como si fuera una apariencia.

La persona no es el Yo, todo eso que es la persona no es la persona para nosotros, para nosotros eso es el Yo. El Yo es el que trata de hacer coherentes los procesos internos con los procesos exteriores, pero nosotros sabemos que no puede. No puede porque es servil. Dice Freud, “el Yo no se comporta como un compañero del Superyó, sino como su siervo, en tanto la vida para el Yo es ser amado por el Superyó, si el Superyó no me ama, prefiero la muerte, dice el Yo.

El Yo es servil al Ello, en tanto el Ello le manda impulsos y el Yo miente, le miente a la realidad para cumplir con los deseos del Ello. Le miente a la realidad, sirve al Ello y también sirve a lo social, al Ello porque teme y a lo social porque teme, en un caso teme a la muerte, en el otro caso teme a la cárcel, al padre, a los educadores. Ese siervo de todo no puede ser la persona, ese es el Yo.

Situándonos en el punto de vista de la restricción de los instintos, o sea de la moralidad, podemos decir lo siguiente: el Ello es totalmente amoral, el Yo se esfuerza en ser moral, sin casi nunca conseguirlo y el Superyó puede llegar a ser hipermoral, y hacerse entonces tan cruel como el Ello.

Es singular que cuanto más limita el hombre su agresión hacia el exterior, más severo y agresivo se hace en su Ideal del yo, como por un desplazamiento y un retorno de la agresión hacia el Yo. La moral general y normal tiene ya un carácter severamente restrictivo y cruelmente prohibitivo, del cual proviene la concepción de un ser superior que castiga implacablemente.

Para iluminar mejor este camino podemos decir que el superyó ha nacido de una identificación con el modelo paterno. Cada una de tales identificaciones tiene el carácter de una desexualización e incluso de una sublimación. Según Freud, parece que tales transformaciones traen consigo siempre una disociación de los instintos.

El componente erótico queda despojado, una vez realizada la sublimación, de la energía necesaria para encadenar toda la destrucción agregada y ésta se libera en calidad de tendencia a la agresión y a la destrucción.

De esta disociación extraería el Superyó el deber imperativo, riguroso y cruel.

En la neurosis obsesiva, la disociación productora de la agresión no sería consecuencia de una función del Yo, sino de una regresión desarrollada en el Ello.

Pero este proceso se habría extendido del Ello al Superyó, que intensificaría entonces, su severidad contra el Yo inocente.

En todo este recorrido seguimos a Freud casi completamente, porque nadie como Freud puso estos acentos para el futuro devenir del psicoanálisis.

Vamos a ver al Yo con todas sus energías y debilidades.

El Yo se halla encargado de importantes funciones, por su relación con el sistema de la percepción, establece el orden temporal de los procesos psíquicos y los somete al examen de realidad.

 Mediante la interpolación de los procesos mentales consigue un aplazamiento de las descargas motoras y domina los accesos a la motilidad.

Este dominio, nos dice Freud, es más formal que efectivo. Por lo que respecta a la acción se halla el Yo en la situación semejante a la de un monarca constitucional, sin cuya sanción no puede legislarse nada, pero que reflexionará mucho antes de oponer su veto a una propuesta del parlamento.

El Yo se enriquece con la experiencia del mundo exterior propiamente dicho y tiene en el Ello otra especie de mundo exterior, al que intenta dominar. Sustrae cargas de él y transforma sus cargas en formas propias. Con ayuda del Superyó, extrae de ella la experiencia histórica en él acumulada.

El Yo progresa desde la percepción de los instintos hasta su dominio y desde la obediencia hasta la coerción.

La fascinación es absolutamente esencial al fenómeno de constitución del Yo. En tanto está fascinado adquiere su unidad la diversidad incoherente, incoordinada, de la fragmentación primitiva. La reflexión, movimiento fundamental en la estructuración del Yo, también es fascinación, bloqueo.

El Yo, nos dice Lacan, en ninguna circunstancia puede ser otra cosa que una función imaginaria, aún cuando en cierto nivel, determine la estructuración del sujeto. El Yo es tan ambiguo como puede serlo el objeto mismo, del cual es en cierto modo, no solamente una etapa sino el correlato idéntico.

El cuerpo fragmentado encuentra su unidad en la imagen del otro, que es su propia imagen anticipada, situación dual donde se esboza una relación polar pero no simétrica. Esta asimetría nos indica que la teoría del Yo en psicoanálisis no coincide en forma alguna con la concepción culta del Yo.

El sujeto es nadie. Está descompuesto, fragmentado. Se bloquea, es aspirado por la imagen, a la vez engañosa y realizada del otro, o también, su propia imagen especular, ahí fuera de sí mismo, encuentra su unidad.

Es decir, no donde se cuenta a sí mismo el individuo en función subjetiva, sino en el inconsciente y éste es uno de los fenómenos más manifiestos que descubre la experiencia freudiana.

El Yo no se conduce imparcialmente con respecto a las dos clases de instintos.

Mediante su labor de identificación y sublimación, auxilia a los instintos de muerte del Ello en el sojuzgamiento de la libido, pero al obrar así se expone al peligro de ser tomado como objeto de tales instintos y sucumbir víctima de ellos.

Ahora bien, para prestar tal auxilio ha tenido que colmarse de libido, constituyéndose así en representante de Eros y aspira entonces a vivir y ser amado.

Pero como su labor de sublimación tiene como consecuencia una disociación de los instintos y una liberación del instinto de agresión del Yo, se expone en su combate contra la libido al peligro de ser maltratado e incluso a la muerte.

Cuando el Yo sufre la agresión del Superyó o sucumbe a ella, ofrece su destino grandes analogías con el de los protozoos que sucumben a los efectos de los productos de descomposición creados por ellos mismos.

La moral, continúa Freud, que actúa en el Superyó se nos muestra, en sentido económico, como uno de tales productos de una descomposición.

Lacan nos confirma al plantearse este tema: “No tenemos elección, a partir del momento en que el Yo ha sido elegido como instauración del ser, es hacia el no pienso, que debemos ir, en tanto que esta inauguración del Yo, pone un término a toda interrogación constitutiva del pensamiento sobre el no-ser, del cual, es planteado en Descartes mismo, que “no tiene atributos”.

En Freud hay una negación que ya no conduce sobre el ser sino, precisamente, sobre el Yo mismo. Junto a la alternativa del no-pienso, algo surge de lo cual la esencia es no-ser-Yo.

Este no-Yo, es el Ello, que no es ni la primera, ni la segunda persona, ni incluso la tercera, sino precisamente, todo lo que en el discurso no es Yo, es decir todo el resto de la estructura gramatical.

Es seguramente lo que se enuncia en “Pegan a un niño”, ese fantasma que se muestra como el montaje gramatical, que se ordena siguiendo diversas inversiones del destino de la pulsión, e indica que no hay otro modo de hacer funcionar al Yo, en tanto que ser en su relación al mundo, si no es el hacerlo pasar por esta estructura gramatical que es la esencia del Ello, en tanto que no es Yo.

Es por lo que el sujeto, en tanto Yo, es excluido del fantasma, en tanto no aparece como sujeto pegado, más que en la reconstrucción significante de la interpretación.

Así que el ser que él es como rechazo del ser, bascula en la articulación gramatical de la frase.

Al contrario, esto de lo que se trata en el inconsciente no revela esta ausencia de significación, en tanto que se caracteriza por la sorpresa que es seguramente un efecto de sentido. Y esa sorpresa que toda interpretación verdadera hace inmediatamente surgir tiene por fundamento la dimensión del no-soy, lo que aparece claramente en la risa que despierta el chiste.

El efecto de burla de famillonario por ejemplo, reside en la inexistencia de la posición del rico, hecho pura ficción, y en la inexistencia correlativa del sujeto reducido, en esa relación a ese rico, a una suerte de ser para quien no hay existencia en ninguna parte.

Pero en ese lugar donde no-soy, el Yo del no pienso, se aliena en un piensa-cosas, de las cuales el inconsciente que tiene por característica tratar las palabras como cosas, está constituido. Desde entonces se puede decir, que a la alternativa del no-soy, algo surge de lo cual la esencia es ser un “pienso” que no es Yo.

Este no-Yo, no se confunde con el no-Yo del Ello, pues el inconsciente no tiene nada que ver con lo que después de Platón ha sabido conservarse como siendo el nivel del entusiasmo.

Los campos plenos del no-pienso, correlativos del Ello, y del no-soy, correlativos del inconsciente, no sabrían de ningún modo recubrirse; sólo uno de los dos términos accede a lo real de la alienación, pues ellos se oponen como constituyendo relaciones diferentes del Yo en el pensamiento y en la existencia.

El no-pienso en tanto que correlato del Ello es llamado a conjugarse al no-soy en tanto que correlato del inconsciente, pero con la condición expresa de ocultarse y eclipsarse el uno al otro recubriéndose. Por ejemplo, en el lugar del no-soy, donde el Ello va a venir, el Yo va a ser positivizado en un soy Ello, lo que nos aproxima al imperativo, “donde Ello era, Yo ha de llegar a ser”, donde el Yo justamente no es llamado a desalojar el Ello, sino a alojarse en su lógica, o lo que es la verdad de la estructura, al confrontarse al objeto a.

Inversamente el inconsciente, en su esencia poética, de significación, puede venir al lugar del no pienso correlativo del Ello, para revelarnos lo que es herido por no sé qué caducidad en el pensamiento: la incapacidad de toda significación para recubrir lo que es del sexo.

La diferencia de los sexos no se soporta, en efecto, sino por la significación de algo que falta bajo el aspecto de falo.

Freud concluirá el capítulo de las servidumbres del Yo y el libro “El Yo y el Ello”, diciéndonos que debemos considerar la angustia ante la muerte y la angustia ante la conciencia moral como una elaboración de la angustia ante la castración. Y por último, decir que el Ello carece de medios para testimoniar al Yo amor u odio.

No puede expresar lo que quiere ni constituir una voluntad unitaria.

En él combaten el Eros y la pulsión de muerte y ya hemos visto cómo se defiende uno de éstos instintos contra los otros. Podemos así representarnos que el Ello se encuentra bajo el dominio de la pulsión de muerte, muda pero poderosa que quiere obtener la paz acallando conforme a las indicaciones del principio de placer, al Eros perturbador.

Pero para no dejar cerrada la cuestión Freud termina con esta hipótesis: Tememos estimar muy por debajo de la verdad la misión del Eros.

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