XIX
Lo único que extraño, aunque me extrañe, es a mi madre.
Sus manos largas de pianista que nunca usaría para eso.
Los labios en forma de corazón pintado sobre la noche,
como las artistas de su época que nunca pudo ser.
Y ese caminar acompasado y lento,
tan parecido a un tango, sí,
pero ese caminar era la fábrica,
los suburbios, las locas madreselvas.
El verdadero tango no era en el andar que lo llevaba,
ni siquiera en el alma que, a lo mejor, tendría,
ni en el brillante tono de su voz, cuando cantaba.
Ni en el silbido de su risa contagiosa y
abierta,
el tango verdadero era su propia vida, así bailada:
un giro, una caída, dos pasos para atrás y esta sonrisa.
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