III
Te escribo desde una
mañana,
desde una mañana verdaderamente gris,
una mañana que se hizo gris a causa de la muerte.
No tengo en mi mirada nada de
luz.
Amo los archipiélagos nocturnos,
y los lugares donde el hombre renuncia
definitivamente
a vivir.
Distraigo mi ser con las palabras de mis hijos.
Ellos me recuerdan que lo terrible ya sucedió.
Todo es el desorden de la
fiebre.
Fiebre y locura,
castigos esperados,
castigos del alma.
Y ahora por fin,
definitivamente locos,
nos dejaremos hacer el bien.
¿Qué imaginación puede tener un
hombre que vive entre cuatro paredes?
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