CARTA
Bienaventurados los que no creen porque de ellos
depende la paz.
Bienaventurada tu piel porque de ella depende mi juventud.
Amor mío:
En esta ciudad donde la confusión se encuentra detrás de cada puerta, detrás de
cada oscuridad, amor mío; en esta ciudad donde vos y yo vivimos, es decir, donde
vos y yo
sabemos, está nuestra historia, nuestra infancia, nuestros desagradables brutos
interiores, en esta terrible ciudad quiero decirte alguna palabra, mostrarte
algún hecho
enloquecedor, algo que nunca puedas olvidar.
Decirte, por ejemplo, que cuando era adolescente vendía fantasías en el mercado
Inclán, que tomaba bebidas alcohólicas y me masturbaba sin ninguna preocupación.
En
tanto el amor me acechaba.
Después o antes, en verdad no puedo precisarlo correctamente, escribí mi primer
poema. Decía de claridades amenazantes después de la noche, claridades de temor,
permanentes claridades y un beso, eso sí lo recuerdo bien un beso en medio de la
muchedumbre. Quiero decirte yo le daba un beso a una mujer y la muchedumbre
estaba
ahí para mirarme, para decirme, que a esa edad, la mía, estaba muy mal que yo
besara
a una muchacha.
Pero yo sé bien que todo esto no es lo suficientemente terrible para que te
parezca
misterioso. Vos conocés todas mis palabras.
Antes de nosotros el silencio, después fue fácil aprenderlo todo.
Qué decirte entonces, qué poder mostrarte, para que rías, amor mío, tan fuerte,
como
para que ya nadie pueda perdonarte.
Cuando tenía ocho años tomé la comunión y me sacaron una fotografía.
Después mi madre, colgó la fotografía en el patio y debajo de la fotografía
un cuadrito con flores que decía, nunca te olvidaré.
A esa misma edad jugaba con las niñas de mi barrio, al doctor, al papá.
Los sábados a la noche dormía con mis hermanas y nos mordíamos el culo (este
juego,
recuerdo, nos hacía reír como locos).
Los animales que más me gustaban eran los caballos.
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