LA GIOIA
Hubo la tierra anterior a nosotros, hubo la
desesperación. Las palabras de
bienaventuranza, el dolor, el sol. El amor era la nebulosa inexplicable. Hubimos
de
poner en su lugar las cosas y yo me puse un clavel en el ojal. Hablamos, hemos
dicho
ceremoniosamente que el agua salada de mar tenía capacidades antirreumáticas.
Mi vientre era dorado y delicioso al sol. Después, la confusión, leche de madre
buena,
teta grande, para despistar al enemigo. Nos quedamos solos.
Algunos árboles eran verdes para tus ojos, otros no.
Había, eso sí, lo recuerdo bien, algunos barcos.
Éramos dos niños desamparados y antes de hacernos el amor, orinamos, vos en
cuclillas, yo parado con mi mano derecha en el bolsillo, el atrio de una
iglesia. Vos
tenías miedo y te mojaste los zapatos (todavía cuando respiro profundamente
siento
aquel olor), fue suficiente eso para comprender que ya nos amábamos. Vos
lloraste, tus
lágrimas coincidieron con la crecida del río Paraná, murió mucha gente ese año.
A partir de ese año tus ojos fueron el viento y ya nadie pudo comprender el
tiempo de
las lluvias. Tus ojos, con el agua, se ponían del color del mar que conocimos
juntos; te
regalé un gorro de capitana.
Algunos chicos del barrio que ya conocían tu agilidad, que te habían visto
desnuda
trepar los árboles, para arrancar las frutas más prohibidas, las deliciosas,
cantaban cuando pasabas cerca de ellos:
Capitana Capitana
en el parque de Alabama
tu cintura es de plata
y te gustan las bananas. |