El sexo del amor

Miguel Oscar Menassa, 1999

 
 

CAPÍTULO II
 

QUERIDA:

Estoy atravesando por uno de los momentos más difíciles de mi vida…

Gustavo trataba de explicarle por carta a su nuevo amor, Ofelia, las serias dificultades económicas por las que atravesaba, que le impedirían, en principio, ir a la cena-baile del sábado, a la apertura al público del grupo de literatura erótica.

Pero no pudo más y rompió el papel y se sirvió una copa de whisky y pensó, seriamente, que a él le había ido mejor estando en España, como exiliado, que cuando volvió a su país como nativo.

Cazó un libro del Master, sacó un poco de merca, molió, alineó y dijo, en voz alta, para perdonarse:

-Bueno, aquí la merca es mejor. Uno aquí se puede reventar sentado en un escritorio sin que nadie se dé cuenta.

Aquí, claramente, la merca es mejor, mata sin trastornos secundarios, que ya es bastante.

Después de aspirar, primero por una fosa nasal y después por la otra, Gustavo se dejó deslizar en el libro del Master. De golpe dando con su mano sobre la mesa se levantó y llamó a Ofelia y le leyó:

-“Un hombre pobre que encuentra pobreza en un gran amor merece la pobreza” y después, al borde de las lágrimas:

-Te amo Ofelia, Ofelia mía, amo la riqueza de nuestro amor.

Después se entretuvo caminando de un lado a otro lado de la casa y abrió de nuevo el paquetito de la merca, y volvió a moler, alinear y aspirar, primero por una fosa nasal, después por la otra.

Se miró en el espejo del baño y se vio, por fin, bien. Se vio muy bien, hasta se sintió distinguido. Después se detuvo en su cara:

-Los años no pasan, se dijo Gustavo, el que va pasando soy yo.

Terminó de vestirse y antes de salir se miró, una vez más, en el espejo del pasillo y se vio más joven.

Ya en el ascensor comenzaron las “cosas”, como llamaba Gustavo a los sucesos de la vida.

Una mujer hermosa lo miraba con firmeza y él sintió miedo de ser devorado, una vez más, por su madre.

La mujer se sintió turbada por esa turbación infantil en hombre tan grande y rozó, sin querer, sus senos turgentes contra el brazo-hombro de Gustavo.

Éste la increpó duramente:

-No me toque hija de puta, no me toque.

Y saltó del ascensor en marcha y cayó rodando del sexto piso por las escaleras.

A Gustavo le dolía bajar de esa manera, pero era feliz que de esa manera, esa mujer tan terrible y maravillosa a la vez, no lo podría alcanzar nunca más.

Ella, como todos ustedes se imagina, estaba esperándolo en el primer escalón de la escalera, con las piernas abiertas y él terminó de caer con la cabeza entre las piernas de ella y sus ojos directamente enfocados al centro mismo del amor.

Cuando ella trató de ayudarlo a levantarse, por el nerviosismo de Gustavo y el de ella misma, se cayó encima de Gustavo.

Gustavo, que ya se había dado cuenta de qué se trataba, le metió una mano entre las piernas y se desabrochó la bragueta de su pantalón azul y ella empezó a chuparle la pija, y un poco le chupaba y un poco lo llamaba todo el tiempo:

-Ofelia, Ofelia mía.

Hasta que Gustavo le dijo:

-Coño, que yo me llamo Gustavo.

Y ella sin dejar de chupar:

-Sí, ya sé, pero sos el que se la garcha a Ofelia.

Gustavo gozó con esa situación estrafalaria, pero se quedó muy preocupado con eso de que Ofelia tuviera una mujer de amante.

Días después, hablando con el Master en el café, le preguntó:

-¿Usted, qué hace cuando su mujer se enamora de otra mujer

El Master lo miró, largamente y, después, sin saber si Gustavo ya sabía lo que él le quería decir, se lo dijo:

-Cuando mi mujer se enamora de una mujer, yo hago lo mismo que mi mujer.

Lo que para el Master sonaba cotidiano, para Gustavo era el verdadero descubrimiento de su vida, por eso sería, me imagino, que fue el Master el que volvió a retomar la palabra.

-En general el hombre sufre todo el tiempo por no poder un poco más…

-¿Y la mujer? le preguntó Gustavo, casi tontamente.

-La mujer, pibe (cuando el Master te decía pibe, te podías dar por perdido), la mujer sufre todo el tiempo por no poder un poco menos.

Y si no mírate a vos, no te podés garchar del todo a una mujer y te querés garchar el universo, y esa piba Josefina sufre por no poderlo amar un poco menos a Evaristo.

Yo sufro porque quiero escribir una novela, mi mujer sufre porque no podrá dejar de escribir su segunda novela.

Que el Master usara a personas tan grandes para ejemplificar lo que Gustavo tenía que entender, hizo que Gustavo no entendiera un carajo.

Pero tal vez, diría Evaristo, el Master ha querido que él sienta no haber entendido nada.

Pero Gustavo algo pudo pensar:

Hay algo de la mujer que no entiendo y hay algo en los hombres que entienden a las mujeres que no soporto.

El Master era para mí, uno de esos hombres y se lo dije:

-Hay en usted algo que no soporto.

El Master tomó distancia porque no esperaba que en el café ocurrieran esas cosas, pero enseguida bajó la cabeza para no parecer arrogante y le dijo a Gustavo:

-Bueno, no es tan grave lo que te pasa, yo no soy una mujer.

Mientras el Master pagaba su café, Gustavo repetía la última frase a su modo:

-Claro, el Master no es una mujer, es un hombre que sólo entiende algo de las mujeres, pero eso no lo hace ser una mujer. Lo que el Master me quiso decir era sobre mi deseo de ser una mujer, ya que me interpretó que yo pensaba que amar un deseo de una mujer, era transformarme en una mujer.

Gustavo saludó cariñosamente al Master y le preguntó:

-¿Irá a la fiesta en el Gran Hotel? El Master, con una sonrisa amplia y generosa, le dijo a la vez que emprendía la salida del bar:

-Después de los 50 años uno ya no va a las fiestas, las fiestas vienen a uno.

Al salir del bar, el Master se tropezó con Catalina, su secretaria privada.

-Te estaba buscando, dijo ella.

Él intentó caminar más despacio y ella se colgó de su brazo derecho, apoyó su cabeza en el hombro y él, con la otra mano, le acarició suavemente la cabeza.

-Master, dijo Catalina en los bordes más bajos de su voz, tienes que comenzar a preparar tu viaje de vuelta a Madrid y se soltó de su brazo y caminaba a su lado con la cabeza gacha.

El Master se quedó callado como cincuenta metros y después, le preguntó a Catalina:

-¿Qué pasa, acaso yo no quiero volver a Madrid? ¿acaso hay alguien del grupo que no quiere volver a Madrid?

Catalina apuró el paso para que el Master no la alcanzara.

El Master caminaba y gesticulaba y de golpe le dijo:

-Ven aquí, putita misteriosa.

Catalina se detuvo para esperarlo, putita misteriosa, en boca del Master, era un verdadero halago.

cuando él estuvo a medio metro de ella le preguntó, tranquilamente:

-¿A ver, nena, cuál es la catástrofe?

-Usted tiene que dar una conferencia en Madrid dentro de cuatro días y, aún, no hemos reservado el pasaje, y eso tiene alguna solución.

Y como Catalina se calló nuevamente, el Master le preguntó:

-¿Y qué es lo que pasa que no tiene solución?

Y Catalina, cambiando de tono, mostrando que eran varias las relaciones que mantenía con ese hombre, le dijo:

-Ella, tu mujer, no quiere volver a Madrid.

Si Catalina pensaba que el Master se iba a desmayar con la noticia, una vez más ese hombre de casi 60 años, volvería a sorprenderla. El Master dio exactamente siete pasos y tomando a Catalina por los hombros le preguntó:

-¿Y cuánto cuesta que Ella viva en Buenos Aires?

Catalina saliendo apenas del asombro se puso, rápidamente, a hacer cuentas y dijo en voz alta:

-Para que pueda mantener su ritmo actual de vida: Bailes, cenas, ropas, salidas, libros, paseos y algún que otro dinero que regalará o perderá aquí o allá…

-Sí ¿cuánto? interrumpió el Master y Catalina concluyó:

-Para seguir siendo Ella, unos 10.000 dólares mensuales.

-Bueno, dijo el Master, que Ella se quede en Buenos Aires, pero yo voy a dar mi conferencia a Madrid.

Y como Catalina seguía mirándolo muy callada, el Master la acercó cariñosamente a él y le dijo:

-Ella es una gran mujer, cualquier imbécil pagaría 10.000 dólares, por mes, para verla sonreír. Y esta vez el imbécil soy yo ¿entiendes?

-Sí, Jefe, contestó Catalina, a conseguir los 10.000 dólares mensuales para que Ella sonría en todas nosotras.

Entendí Jefe, ¿vio cómo entendí?

Era tanta la alegría de Catalina que el Master la besó repetidas veces en la boca y le dijo dos o tres veces:

-Gracias, gracias.

 
 

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