Poesía y Psicoanálisis (1971-1991) Miguel Oscar Menassa -1995

 

1989-BUENOS AIRES

SEGUNDO CONGRESO DE POESÍA Y PSICOANÁLISIS
La cosa de la carne

LA CARNE SE REPRIME, SE OCULTA, SE MALTRATA. 
LA COSA BUSCA CAUSA, ERRAR, ABRIR CAMINOS

Lo esperaba, pero igual me ha sorprendido, haber sido reelegido para inaugurar un nuevo campo que por repetirse dará señales de su existencia. 
      En esta segunda vez, hasta yo, se dará cuenta, que la nave que navegamos recorre mares desconocidos, queda claro, en busca de nuevos Continentes.
      Obligado por esa confianza puesta en mi escritura por los encargados de conducir el Grupo Cero Buenos Aires y descontada la confianza que, por el Grupo Cero Madrid, yo pongo en ella, a veces, me veo cabalgando caballos desesperados que no quieren llegar a ninguna parte.
      Caballos que, de algún modo, han olvidado no sólo la caballeriza donde volver, sino, inclusive, han olvidado el palenque donde se rascaban.
      La desesperación del caballo que monto reside, principalmente, en que nada del pasado queda, en él, cuando galopa.
      Agradezco, entonces, el esfuerzo de esta repetición y sobre todo que el ritmo de su producción sea de dos años, porque eso me permite sin más invitarlos para febrero de 1991, a que todos juntos Podamos producir en MADRID, Capital Cultural de Europa, no sólo el tercer Congreso de Poesía y Psicoanálisis sino las acciones que correspondan para festejar nuestros primeros 10 años como Institución Escuela de Psicoanálisis, fundada en Madrid en 1981 y el vigésimo aniversario del PRIMER MANIFIESTO DEL GRUPO CERO o MANIFIESTO DE ADHESIÓN AL GRUPO PLATAFORMA, escrito en Buenos Aires en 1971.
      Pido perdón por el pequeño sobresalto de cruzar el océano y volver y os digo que desde mi primera publicación, PEQUEÑA HISTORIA, en 1961, Ed. Aldabón, Buenos Aires, siempre he querido escribir en libertad y, debo decirlo, recién ahora, cerca de los 30 años de mi primera publicación, he de intentarlo verdaderamente.
      Comencé muy joven, así que no se trata de un viejo que escribe sus memorias, sino los intentos de un adulto joven por alcanzar de lo imposible un rango.
      A los 49 años recién cumplidos, tremendas fuerzas formadoras de espíritus ya han caído sobre mí. Familia, Iglesia, Escuela, Ejército, otra vez la Familia, Universidad, Salud Pública, casi me matan, pero no fue así, un día lo abandoné todo.
      Fue terrible. Quise cambiar, quise ser mayor y no me dejaron, me hirieron de lentitud, sufrí tropiezos por doquier. Me hicieron vivir enamorado. Me hicieron conocer el dolor a fondo.
      Me sometieron a las más grandes torturas cívicas. Tuve que pensar lo impensable, vivir en dictaduras y democracias de lo peor.
      Sobreviviendo me fui haciendo poeta. Me tiraron la bomba atómica cuando cumplí cinco años y no puedo olvidarlo.
      Después mataron y envenenaron a poblaciones enteras y no se detuvieron ante nada: obtuvieron alguna plusvalía matando niños antes de nacer.
      Los ancianos se iban adueñando de las ciudades y los negocios que más prosperaban eran la homosexualidad y la venta al por mayor de profilácticos.
      La química había alcanzado el cerebro de los poderosos y cualquier hijo de puta se podía suicidar bebiendo una gaseosa en mal estado.
      El virus de la corrupción había alcanzado todo estado. Hasta Rusia y China conmovieron al mundo con sus propias contradicciones económicas ¡increíble!
      El año 2000 encontraría a América Latina desunida, es decir, según el General Perón, dominada.
      La droga, ese reino de la madre fálica, ya estaba metida en el culo del Senado norteamericano y que Dios me perdone, pero hasta la Iglesia sintió la caricia dulce del narcodólar.
      Y yo, que quería inundar todo el universo con mis versos, me detuve a pensar, si un verso podría alguna cosa y me quedé pensando, así, sin saber qué hacer, más de una década.
      Don Artemidoro levantó los brazos, como si fuera un luchador, un hombre fuerte y dio rugidos como mostrando que se sentía feroz, sin llegar a serio. Luego se miró en el espejo y se sintió viejo y un poco gordo y, sin embargo, consiguió sonreírle al espejo y antes de caer derrotado en la cama, dejó escapar el humo de su cigarro y pensó en Marlem.
      -Antes de las flores, eras ese perfume que las recordaba.
      Mi pequeña Marlem, triste y piojosa y, aquí, Don Artemidoro sonrió, dejando escapar una baba tibia que provenía, directamente, de su corazón, por la comisura de sus labios entreabiertos como para la caricia o como para el hambre y sonrió, francamente, mientras volvía a murmurar: Mi pequeña, triste y piojosa Marlem. Cuando nos vimos por primera vez te acercaste como para pedir limosna y a pesar de tus vestidos caros y elegantes y que te acompañaban algunos señores, yo algo te di.
      Y Marlem aparecía radiante a su llamado y ahora parada frente a Don Artemidoro, tratando de mirarlo a los ojos, quieta como una momia egipcia, le dijo:
      -Te amo, y soy la mejor. Y luego Marlem se diluía entre las espirales; del humo del tiempo y Don Artemidoro, esta vez, con la mayor tranquilidad, se la fumaba.
      Don Artemidoro solía reconocerlo: Marlem había sido, era y habría de ser, su mujer prototipo, porque así como yo hago versos y hay quienes se dedican a fabricar aviones o barcos y de manera más común coches o jugadores de fútbol, Don Artemidoro, se había dedicado desde su más tierna juventud a fabricar mujeres y Marlem, de última, era, si no la mejor, como ella misma pensaba, la más cercana a los ideales primeros.
      Don Artemidoro se sentó en la cama y comenzó sus ejercicios respiratorios de la mañana. Recuerdo haberlo sorprendido una mañana y preguntarle ingenuamente:
      -¿Yoga? Y él cálido, entre respiración y respiración me contestó alegremente:
      -No, ésto es libertad, me lo enseñó un comunista europeo.
      Sus ejercicios, en realidad, eran vulgares, pero dramáticos, Don Artemioro, ponía el alma en eso de la mañana.
      Cuando descansaba para mirarme, me decía con convicción:
      -Si consigo expandir mis pulmones, el mundo se expande, los negocios se expanden. Junto con la apertura de mis alvéolos, las mujeres se abren y millones de criaturas, bien-consideran, a ese Dios de la expansión.
      Estiraba los brazos para atrás pero sin hacer ningún esfuerzo, por lo menos aparente, luego, es cierto, con algún ritmo, tomaba el aire por la nariz y lo expulsaba por la boca, pero sin que ningún músculo se moviera de más hiciera algún esfuerzo.
      Algo me parecía raro en esos ejercicios y se lo dije a mi manera:
      -No me diga que esos ejercicios tan suaves le hacen algún bien.
      Don Artemidoro detuvo el mundo al detener su respiración y sin tomar aire nuevamente, sino utilizando el que le quedaba en el pecho de los ejerciios me dijo, con sobriedad:
      -Muchacho, ...muchacho, tu piensas así, porque eres de carne.
      La verdad me sorprendió, porque si bien yo le visitaba precisamente, por inteligencia, no esperaba de él una frase así y tenía mis motivos para pensar como pensaba. Yo era un poeta y estaba todo el día en la calle y no había mujer que no conociera, de una u otra manera, a Don Artemidoro.
      Y según él, yo era el de carne. ¿Y él, de qué carajo era?
      ¿Con qué había hecho el amor?
      Yo pensaba en voz baja pero él como si supiera lo que yo tendría que estar pensando, me dijo, esta vez, con algo de desprecio:
      -La mujer, muchacho, no ama la carne.
      Ahora tengo que batirme con la más ruda realidad, una realidad acartonada por los aconteceres, por los amores, por las cosas triviales de la vida, que fueron siendo roca pulida de desdén y descuido.
      He sido grandioso, pero también he sido vulgar. Grandes placeres se redujeron en mi vida a comer, cagar, hacer el amor, pasear por los parques, dejarme tocar a fondo por el sol.
      Patricia Kelio me acompañaba aquel verano donde nos quedamos un mes petrificados al sol y luego, en septiembre, para el día de mi cumpleaños, escribí un poema que terminaba diciendo:
      Buscamos el sol, nuestro destino la palabra.
      Patricia cogió una insolación y luego con el tiempo se dedicó con intensidad a la práctica de los deportes de invierno.
      Viejos resquemores, astutos rencores, quieren aprisionarme en ese pasado. Recurro a las fantasías más alocadas, a las fantasías más juveniles para espantar el espejismo de la vejez y no consigo nada.
      Muerdo con insistencia los grandiosos pasos de baile donde era inigualable y sonrío para que el viento tenga la presencia de ese silbido de dolor que cruza el horizonte de mi futuro.
      Allá voy, mi muerte enamorada, pero tengo esta rabia, este decir rabioso de los condenados, pero no te amo y, ciertas mañanas, me siento absolutamente inmortal.
      Pero esta mañana estaba deprimido. Las palabras de Don Artemidoro sonaban todas para mí.
      ¿A quién se le puede ocurrir amar la carne, que es algo que se pudre?
      Su lógica era, para el momento de mi vida que estaba viviendo, demoledora. Frente a esa frase, nada de lo mío quedaba en pie.
      Mi cuerpo era el centro de todas mis cuestiones, el motivo de todos mis amores, el fundamento de todos mis pensamientos.
      Sin cuerpo, vendría a querer decir para mí: sin cuestiones, sin amores, sin pensamientos.
      Recuerdo cuando, con Alexis, nos bañábamos en las aguas heladas de los lagos del sur y, después, sobre el hielo, hacíamos el amor con las mujeres y cazábamos serpientes y nos las comíamos a la brasa y dejábamos hundir nuestras piernas en la nieve para mostrarnos nuestra fortaleza.
      Después, caminando, llegábamos a un pueblito y comíamos como bestias de la comida regional y antes de dormir bebíamos y nos echábamos un polvo.
      A la mañana siguiente íbamos corriendo a comprar tres docenas de mediaslunas y desayunábamos que parecía que el mundo se venía abajo y luego salíamos a jugar carreras entre las pendientes con nuestros pequeños coches y sentíamos todo el tiempo, que el cuerpo era el centro de la creación.
      Alexis una vez lo expresó con claridad magistral: -El cuerpo es Dios.
      Claro que, luego, Alexis, tal vez, llevado por esa frase se casó con una guerrillera, mezclada en el contrabando de drogas y con una ideología perversa que la hacía trabajar para los guerrilleros y, al mismo tiempo, colaboraba con la mafia estadounidense, en el blanqueo de capital y contrabando de armas.
      Yo, antes de separarnos le dije, tranquilamente, espero que no te hagas cortar los huevos por ella.
      Unos años después cuando nos encontramos en una de las calles principales de Madrid, a él le faltaban las dos manos.
      Primero nos abrazamos con dolor, luego yo lo separé bruscamente y le miré los dos muñones a la altura de la muñeca y él habló:
      -A ella la reventaron delante mío. Le arrancaron las tetas con unas tenazas y luego separaron su cabeza de su cuerpo, mientras dos gorilas me tiraban de los pelos, me daban patadas en los huevos y me decían: -No cerrés los ojos, no seas maricón.
      Yo desesperado, loco, les dije:
      -No tengo nada que ver, soy escritor.
      Alexis se quedó mudo un instante y luego agregó:
      -Entonces, ...sólo me cortaron las manos.
      Caminamos un trecho abrazados. -Brutal-, llegué a murmurar y Alexis como si reflexionara me dijo:
      -Al principio juré vengarme pero, después, me fui dando cuenta que tenía, aún, dos ojos, dos piernas, la pija entera... de las manos me fui olvidando.
      Esa fue la última vez que lo ví. En Madrid, Alexis, se hizo periodista de un prestigioso diario madrileño y sintió que la relación conmigo lo comprometía.
      Fue terrible.
      No quedé ciego, pero el miedo me hizo tener los ojos cerrados más de una década.
      Con los ojos cerrados viví como un triunfador, olvidando, tratando de ocultarme que era un derrotado.
      Casi no vuelvo de ese delirio sísmico.
      Pero aquí me tenéis, moderando el sosiego en cada frase, haciéndole sentir a cada frase el peso de mis años, la experiencia desgarradora del silencio.
      Apaciguada la rabia (delirios infantiles donde todo era posible) detenido el recuerdo porque la vida sigue más adelante, inquieto por el destino de los terráqueos más que por los trámites de jubilación, ahora, es cuando vuelvo.
      Vengo, tranquilamente, a dar un paso más.
      Haber cumplido 49 años me ha liberado, ya no me importa el qué dirán de mí, porque lo diré yo.
      Pido justicia para el condenado a la normalidad. Sé que mientras casi todos se drogan y otros se enferman como para siempre, yo me levanto a las mañanas, todas las mañanas y voy a trabajar.
      Fina costra de dura piedra se arremolina sobre mi piel de lagarto extendido y, aunque ya no me importe, alguien dirá que permanecí indiferente a los grandes sucesos de mi vida.
      Me defiendo diciendo que la vida aunque dure 200 años (como dicen los amigos del Grupo Cero) es una sola y es por eso que guardo el respeto que se merecen algunos muertos, porque fueron ellos los que me han dado el habla y, aún, prometo leer algunos libros, pero el resto, me parece, tiene que empezar a respetarme a mí.
      Yo soy aquél que si consigo algo, esta vez, lo pondré todo al servicio de la poesía y no de la mujer, porque la mujer ya no necesita mis servicios. Fin de siglo lo pensará al ritmo de sus propios pensamientos.
      Y no habrá veredicto porque no habrá juicio.
      Las palabras serán pensadas de tal manera que no habrá delito, un tiempo para las particulares circunstancias de ser.
      Toda ilusión es, también, breve duda, agotador trabajo y, por otra parte, el goce no queda asegurado.
      Es como decir estamos en nuestros cabales cuando la propia vida ha declarado en nuestra contra.
      -Voy para viejo, le dije una vez a Don Artemidoro, estoy roto y él me contestó con lentitud:
      -¿ y cómo lo sabe? ...
      Que Don Artemidoro me tratara de usted, me estremecía, además su silencio después de la pregunta, hacía la pregunta mía.
      ¿Cómo era en realidad que yo sabía que estaba roto, aniquilado, viniéndome viejo, eh, cómo sabía?
      Nos quedamos en silencio, un largo instante, él saboreó un cigarro y yo una copa de licor. Después yo saboreé un cigarro y él, tranquilamente, una copa de licor. Don Artemidoro, rompió el silencio para decir:
      -Parece, ...que, hoy, no nos ponemos de acuerdo.
      -Fumar y beber son la misma cosa, le dije yo, anticipándome a su broma, el problema es la boca, no lo que uno se meta en ella...
      Lo había tocado, no cabían dudas, dejó la copa de licor por la mitad y con un gesto de sus manos apartó de sí el paquete de tabaco, hizo como que se levantaba de la silla, pero sólo acomodó su figura y me dijo:
      -Salvando las diferencias, usted, como poeta, piensa lo mismo que Marlem, mi pequeña, triste y piojosa, Marlem. Cuando ella me chupaba el cuerpo, no tenía ningún cuidado en averiguar qué era lo que chupaba, porque pensaba que el fuego estaba en su boca y yo, vio cómo son esas cosas, modalizó Don Artemidoro, al principio no me convencía de nada, pero ahora, aquí me tiene, toda mi juventud depende de ese cráter desesperado y voraz.
      Dí una calada fuerte al cigarrillo y recordé aquella tarde de luz donde la alemana Camila Fuentes, Condesa de la uva, me dijo que me amaba y al otro día cuando yo volvía por sus amores, ella, con toda tranquilidad me dijo la boca es cruel. Cuando muerde, rompe. Cuando habla, hiere. Y cuando chupa, somete. Después, mirándome de una manera enternecedora, usted es un poeta, le conviene liberarse y yo lo amo. Adiós.
      A la tercera calada en silencio, Don Artemidoro, me preguntó, ahora con una sonrisa en sus labios: 
      -¿Mujeres ?, ¿ vientos que no se sabe dónde habrán de llevarnos?
      Y como yo, esta vez, no respondí nada, Don Artemidoro, prosiguió, muy lentamente, como si las palabras, más que salir, se cayeran de su boca:
      -Yo amé con intensidad toda locura femenina, pero nunca pude enamorarme de un cuerpo... todos los cuerpos me resultaban semejantes... una noche unas amigas de Marlem imitando su voz, estuvieron toda una noche conmigo, haciéndome creer que eran ella. 
      A la mañana siguiente Marlem, algo me reprochó y yo me acuerdo que le dije que no me había dado cuenta y ella abrazándome me dijo, tiernamente, eres hermoso, eres, realmente hermoso.
      Esa tarde, recuerdo haber hecho el amor con Marlem, pero como si lo hiciera con todas sus amigas.
      Bueno, bah -concluyó Don Artemidoro-, un cuerpo no es garantía de nada. ¿No te parece, poeta?
      Yo tuve inconvenientes para salir de ese mundo de ensueño al cual me había llevado el relato cansino de Don Artemidoro, donde atléticas mujeres ataban y amordazaban a Camila Fuentes y yo, me paseaba, tranquilamente, de una punta a otra del gran salón que, por supuesto, daba al mar, blandiendo un fino látigo de piel de lagarto americano que ví saliendo volar por la Ventana cuando yo trataba de contestar la pregunta de Don Artemidoro.
      El para ayudarme, insistió, -Eh, poeta...
      -Estaba pensando en los límites de lo perverso, contesté sin tono y luego, agregué casi sin darme cuenta, sin cuerpo no me puedo explicar la vida y frente al silencio de Don Artemidoro sentencié: El goce es cuerpo...
      -Sí, replicó Don Artemidoro, y la calandria es flor y madre galopa sin par por luces exageradamente abiertas, incapaces de penetrar espesas tinieblas y, tal vez, pensando que yo no había entendido, se paró con agilidad y en tres saltos alcanzó y puso sobre la mesa el tablero de ajedrez con las piezas de sándalo oscuro y una vez colocadas todas las piezas me dijo:
      -A ver, muchacho, ¿cuál es el cuerpo del rey, acaso, su estúpida quietud? y como yo no contestaba, me insinuó:
      -Mueva una pieza. ¿Puede mover el rey, acaso?
      Y yo, mientras le decía que no, moví peón cuatro dama y dije en voz alta:
      -Peón, cuatro dama y él rápidamente:
      -Ese es el cuerpo del rey y dándole una patada al tablero, y habiendo legado su hora de sentenciar:
      -El cuerpo no existe, muchacho, no sé cómo se te pueden ocurrir esas cosas... 
      A la noche siguiente, en mi casa, unos amigos, festejaban mi cumpleaños número 49 y entre copas y humos fatuos, las frases se decían sin sentido: Han pasado los años. No hemos ahorrado casi nada. Una mujer de mi edad es lo que más me inquieta. Los jóvenes, que crezcan, después se verá si sirven para algo. Yo fumaba y bebía y besaba a las mujeres de mi edad, pero mi pensamiento estaba con Don Artemidoro.
      Esa patada que había hecho volar el tablero por los aires, era una verdadera e impecable patada de Karate, este hombre siempre me sorprendía, por un lado el cuerpo no existe y por otro lado, su cuerpo, estaba siempre presente.
      Cuando nos despedimos, la noche pasada él se despidió aconsejándome que no me olvidara de respirar por la mañana.
      Mis amigos estaban fuertemente atados a sus convicciones. Un cuerpo armónico, una palabra fácil, un sexo al aire libre, buenos trabajadores, una ambición fuerte era ser trabajadores hasta la muerte.
      Sobrevivieron sólo algunos:
      A Miguel Ángel, lo mataron en su escritorio trabajando un poema.
      A Raúl le pegaron un balazo en la boca cuando cantaba.
      Miles, fueron asesinados mientras trabajaban.
      Los sobrevivientes, hoy día, van a trabajar aterrorizados y cuando vuelven de sus trabajos, pensando que han cambiado los tiempos y que ahora los asesinos buscan víctimas en reposo, no pueden descansar.
      Huyen del tiempo y el tiempo se los come.
      -Juan, era el mejor -dijo Matilde-, igual lo mataron trabajando. ¿Te acuerdas la vez que se conocieron?
      Matilde era mi Marlem, pero al revés, haber estado haciendo el amor con Juan el mismo día que lo mataron, hacía que Matilde tuviera unos poderes sobre mí, que, por otra parte, todos le atribuían. Así que para concluir la velada recordé con sencillez aquella tarde.
      Cuando me lo trajeron al taller mecánico de almas que yo mismo regentaba en Buenos Aires, me lo presentaron diciendo que era un obrero metalúrgico, matricero, capaz de cualquier hazaña creando o reproduciendo matrices de feroces armas mortales y enemigas.
      -Un buen sindicalista, dijo la voz, pero ahora se quiere suicidar y el boludo ya lo ha intentado, porque una mujer lo abandonó.
      Antes de quedarnos solos, yo pregunté, en el estilo de la época, tímidamente, qué tenía que hacer y me contestaron con elocuencia:
      -Un hombre y si no se puede que se mate.
      Ya solos, Juan me preguntó ¿que harás conmigo?
      Recuerdo haberle contestado muy condensadamente:
      -¿Con vos, Juan? Con vos no voy a hacer nada. Y él respondió rápidamente:
      -Si quiero, ¿me puedo matar, entonces?
      Lo miré con cierto aire pendenciero y ví que su contextura física era más fuerte que la mía propia y mientras con la mirada le hacía sentir que lo veía más fuerte que yo, le dije:
      -Peleamos, si me ganas, podrás hacer lo que te cante el culo, si pierdes, tendrás que hacer lo que a mí se me ocurra como mejor...
      No me creyó y me dijo, tal vez, con desprecio:
      -No peleo con administrativos.
      Cambiando de conversación le pregunté si llevaba armas y como me respondió que nunca llevaba armas, saqué tranquilamente el colt 38, regalo de Agata, la misionera, y apuntándole con exactitud a la cabeza, le dije, con soltura:
      -¡Te gané, macho, te gané!
      Juan, más preocupado por mi actitud que por sus ganas de matarse, pregunto con soberbia:
      -¿y ahora qué? y aún con tono matemático, balbuceó:
      -Soy octavo dan, puedo matarte casi sin tocarte y dejando caer la cabeza hasta apoyarla en el escritorio, si no aprovechas esta oportunidad que te doy, puedes ponerte a rezar.
      Yo le creí y con la culata del colt y con todas mis fuerzas le dí en la cabeza que él tenía apoyada sobre el escritorio y lo desmayé, sólo un segundo (su fortaleza era increíble).         Moviendo la cabeza de un lado para otro y poniéndose de pie, ¿Qué pasó..., qué pasó? y yo le contesté con soltura mientras guardaba el colt en el cajón del escritorio:
      -¡Te gané, macho, te gané!
      Juan no fumaba y no bebía, así que salimos a caminar a la calle y nos hicimos amigos. Después de caminar unas ocho calles Juan ya reía con risa fuerte, cristalina, llena de esperanzas y entre esas risas que yo también ayudaba a producir, Juan me prometió vivir 20 años más.
      El mismo día de nuestra conversación, 20 años después, Juan moría asesinado en la vía pública, mientras realizaba un trabajo.
      Fue en la época de la guerra, finalizó Matilde, estábamos todos muy ocupados y nos olvidamos de renovarle el contrato a Juan.
      El cuerpo no existe, repetía Don Artemidoro en mi cabeza.
      ¿De quién es el cuerpo del Rey?
      ¿Quién murió, cuando murió Juan?
      ¿De quién es el cuerpo?
      Llegado a este límite la muerte atraviesa mi corazón. Si no lo vi todo, fue porque, esta vez, cerré los ojos.
      Lo hicieron todo delante mío. El verdadero castigo fue no hacerme nada, dejarme allí con los ojos abiertos, sin decirme nada.
      Perro rabioso sin dientes mi rabia fue toda baba. No pude morder a nadie.
      El veneno se conserva, íntegro, en mí.
      Efímeros apocalipsis anunciaron el aniquilamiento de la bestia, pero la bestia come tranquila su comida, bebe su té y aúlla, alegremente, pensando en el aumento de carroña.
      Bebe su té para verse beber no para reconfortarse.
      Llevada por su estilo, la bestia, se come el agujero que la sostiene y se derrumba.
      Sus venas se parten en cristales ambarinos, polvorienta mirada, despedazada leche sin fin.
      Vengan a mí los pequeños surrealistas modernos y post, que pretendo daros una lección.
      Aquí, en mi canto personal, late el cordón umbilical que une la tierra toda a los espacios celestes y bramantes. 
      Opalinas descubiertas, recientemente, a causa de un ilimitado bostezo de la sangre.
      Soy el vampiro dispuesto a renunciar a su voracidad. ¡Que venga, entonces, a mí, la poesía!
      Soy esa caída, centro angular del alma pequeña belleza contrariada.
      Nadie estaba de acuerdo con Pardales, que éste abandonara todos sus negocios para dedicarse a descansar a orillas del mar, pero Pardales ya lo tenía decidido.
      -En el mejor momento de mi carrera económica lo abandono todo, le decía a sus amigos íntimos, le hago un hijo macho a la patrona y me dedico a escribir, que muchas son las cosas que viví y muchas más, aún, las que vi vivir.
      Pardales escuchaba con mucha paciencia y algo de ironía las recomendaciones de sus socios internacionales y de sus amigos y hasta familiares.
      -Retirarte ahora, le decía su primo Ernesto, ahora, que la guita te llueve por todos lados. ¡¡¡Vos sí, que sos un loco!!!
      Y Ernesto daba otra calada a su porro decidido a morirse un día de un ataque al corazón.
      Pardales lo sabía, en su familia todos los hombres habían muerto por ambición desmedida de un ataque al corazón, por eso Pardales prefería retirarse en el mejor momento de su carrera.
      Corazón hay uno sólo, se decía en voz baja, para ahuyentar los requerimientos de sus relaciones.
      Hasta dirán que me he vuelto loco, se repetía Pardales antes de quedarse dormido, pero corazón hay uno solo y, diciendo esto, se adormecía y así algo descansaba.
      Pardales descansaba, pero no dormía, después de su experiencia de juventud en la selva, siempre se adormecía para descansar pero permanecía vigilante. Mientras dormía sabía lo que pasaba hasta 30 kilómetros a su alrededor, pero no soñaba nunca.
      Don Artemidoro descansó en el relato, para dar una larga calada y suspirar inquieto, espacio que yo aproveché para preguntar sin demasiado interés:
      -¿Amigo suyo, el Pardales?
      -Más que un amigo, respondió rápidamente, Don Artemidoro, Pardales era el conjunto de emblemas que representan la amistad. Recuerdo una tarde cuando el jefe de los enemigos le apuntó con una ametralladora, Pardales con toda tranquilidad, le dijo, antes que el tipo disparara:
      -Mire, Jefe, si me mata, pierde su mejor soldado y así Pardales se alistó en el ejército enemigo y, esa, fue la primera vez que Pardales salvó su vida, la segunda vez fue en la selva...
      Yo lo interrumpí nervioso, porque en realidad, no me interesaba mucho
la historia de Pardales, diciéndole:
      -Pero ese Pardales, ¿murió o qué?
      -O qué, me respondió Don Artemidoro con una sonrisa. Pardales vive todavía, es como yo, uno de los inmortales... en la selva, cuando estábamos todos en la selva, Pardales nos demostró que el cuerpo no existe, aunque en verdad, en aquel momento, Pardales, llevado por mis consejos, llegó a decir que de cualquier manera, algunas mujeres y los buenos poetas, como Usted, alguna vez se encuentran con el cuerpo.
      Y como parecía haber dejado el relato de lado, le pregunté:
      -¿Y eso de la selva, qué fue...?
      -¿Le interesa? -me respondió, irónicamente, Don Artemidoro y antes de que yo pudiera responderle, él continuó-, lo de la inmortalidad y entonces yo lo interrumpí, casi a los gritos.
      -No, no, lo que me interesa es la demostración de Pardales... yo, también, confesé, estuve en la selva...
      Después de un breve silencio, Don Artemidoro, me preguntó con ingenuidad:        -¿Cuándo?
      Y yo escuchando a medias su pregunta le contesté con quién y le dije tranquilamente:
      -En la selva, estuve con Juan.
      La tarde era gris, y nos quedamos como en paz, él tenía su Pardales, yo tenía mi Juan.
      Estábamos claramente empatados, el silencio sólo era el reposo de un entretiempo, así lo creía yo, pero de golpe cuando sonó el timbre de la casa y don Artemidoro comenzó a sonreír, sentí que me había equivocado nuevamente y pregunté:
      -¿Quién es? y Don Artemidoro sin dejar de Sonreír:
      -A vos que siempre te gusta estar a cero con el mundo, me parece que esta vez has quedado a menos uno, el que toca el timbre es Pardales.
      Y antes de que él le abriera la puerta a Pardales, yo le pregunté:
      -¿y usted cómo lo sabe? y él a los gritos y dando un salto alejándose de la puerta de madera de roble, que hubiera caído encima suyo al paso raudo de Pardales.
      -Si no hubieras cambiado mi ¿cuándo? por tu ¿quién? Juan estaba totalmente muerto.
      Pardales al vernos conversar más o menos a los gritos se tranquilizó y pidió disculpas diciendo, como toqué a la puerta y no se abrió pensé que te pasaba algo, por un momento pensé que habías muerto, sentenció Pardales y Don Artemidoro, respondió con tranquilidad:
      -¿Ah, sí che? ¿ y cómo te enteraste?
      Yo estaba petrificado, pero ellos dos rieron blandamente y se sentaron, yo los imité, totalmente decidido a escuchar las más bellas historias de amor y muerte y, una vez más, quise ser otro cuando los dos casi a dúo, me dijeron:
      -Adelante, muchacho, adelante, te escuchamos...
      Ellos dos eran inmortales, yo ya estaba convencido antes de que me lo demostraran, pero yo tenía 49 años, así que me acomodé en el sillón y comencé a liar un porro.
      -Mi padre, era oriental -les dije, haciéndome el boludo, mientras liaba, bebía anís turco, fumaba y olía jazmines todo el día.
      Con la primera calada corté el relato y pensé aquella tarde casi gris como esta misma tarde cuando Pichón Riviére me preguntó con entusiasmo:
      -Pero, Usted, ¿qué quiere ser?
      Y yo mucho más entusiasmado que él, le dije:
      -Un psicólogo social.
      Después caminamos en silencio varias manzanas, hasta que el maestro entró en una tienda y compró un cuaderno pequeño, era para mí, cuando me lo entregó me dijo:
      -Mire joven, si usted quiere ser un buen psicólogo social llévelo siempre con usted.
      A la segunda calada, Don Artemidoro y Pardales estaban en el centro de la habitación en posición de combate. Yo les pregunté sin interés:
      -¿Artes marciales? y ellos otra vez a dúo:
      -Lo escuchamos poeta, lo escuchamos...
      Del bolsillo interior de mi chaqueta, saqué el pequeño cuaderno, regalo de Pichón Riviére y me dispuse a tomar mis notas y ese sería mi relato.
      Mientras Pardales daba vueltas en el aire, Don Artemidoro habló por los dos. 
      -El poeta estudia su presa, antes de comérsela. Y Don Artemidoro se desplazaba por el aire lentamente como los antiguos Lamas que habían vencido con su cuerpo, toda noción de espacio, toda realidad temporal.
      Yo me vi forzado a dejar el cuaderno de lado y contesté con furia:
      -El poeta a veces devora su presa sin conocerla.
      Pero las palabras no sonaban como siempre, ellos dos seguían levitando, seguro que para entretenerme, como yo después haría con mis versos, pero en realidad me aterrorizaban.
      Cogí nuevamente el cuaderno de notas y confusamente anoté:
      Se mueven, pero no se mueven, articulan movimientos imposibles con sus cuerpos sin llegar a realizarlos.
      Pero esta vez la voz de Pardales sonó terrible cuando directamente metiéndose dentro de mi cabeza, me dijo:
      -Viste, muchacho, hacemos lo mismo que tu pequeño Juan.
      Y se movían pero sin moverse y seguían articulando movimientos imposibles sin realizarlos.
      Yo convencido, esta vez, de haber sido derrotado, dije con voz lastimada por el dolor:
      -Juan murió en la acera crucificado por ideas que no tenía del todo claras y que hoy, ya casi nadie sostiene.
      -Tú piensas así, muchacho, porque eres de carne. Recalcó Don Artemidoro, mientras Pardales dándose trompadas en el pecho y mirándome a los ojos me dijo con suma tranquilidad:
      -No seas boludo, turco, yo soy Juan.
      Que Pardales me llamara turco, me impresionó, porque así era como me llamaba Juan, pero igual intenté darle una patada en los huevos, pero Pardales con un simple gesto de su mano izquierda detuvo el impacto. Tambaleante, antes de caerme, le grité:
      -Hijo de puta. Juan murió ametrallado en la vía pública. Yo vi cómo lo mataban, más de 300 balazos por la espalda y mientras terminaba de caer saqué el puñal que Juan me había regalado y se lo tiré a matar.
      Igual que Juan, Pardales cogió el cuchillo al vuelo y me lo devolvió. Yo sin poderme contener pregunté en voz alta:
      -¿De quién es el cuerpo de Pardales, entonces?
      Y Don Artemidoro sonriendo y volviendo a encender su pipa terminó diciéndome:
      -Muchacho, sólo los moribundos se preocupan tánto de la muerte, del cuerpo de Pardales no te preocupes, el cuerpo de Pardales soy yo.
      -Claro, Contesté con lentitud, pero iluminado, el cuerpo que no existe de Don Artemidoro soy yo.
      Y Don Artemidoro cerrando:
      -Sí, muchacho... El cuerpo no existe y la calandria es flor.
      Es intención del poeta poblar la tierra entera con sus versos y yo, precisamente, no quiero oponerme a esa cuestión. Soy el poeta, me toca poner el resto aquí, soy lo que puebla.
      Fui niño y, también, fui hombre, no debo nada.
      Jugué todo lo que un niño puede jugar. Amé todo lo que a un hombre le permiten amar, no tengo ambiciones. 
      Así, desnudo, comienzo esta nueva aventura en el mundo de las palabras. 
      Joya de luz abierta con mis propias manos te dejaré caer en las ciénagas más atroces y habrá luz proveniente de las tinieblas para las pobres mentes, pequeños poetas torturados por el sol.
      Ya dí, en esta década que pasó, todas las ventajas, ahora, tendré que dar por abierta la competencia.
      Pretendo que la cosa de la carne sea una página en blanco, ahí, esperando que yo mismo deje sobre ella mis marcas personales, lo que me distingue, poesía, psicoanálisis. Partículas de ser que en su articulación, con el tiempo, nos darán un nombre propio.
      A veces pienso que la lengua castellana se detuvo en mí para ser interpretada, otras que el psicoanálisis enamorado de la lengua castellana se detuvo en mí, para ser otra cosa.
En el empecinamiento de las transformaciones, llamo a la cosa personal, Poesía y Psicoanálisis, porque la carne me pertenece.
      Es en este sentido que las palabras de un poeta están más cerca de la sangre que de las palabras.
      Esta vez no vendo. Ni compro. Ni regalo. Ni dono. Ni permito que nadie me ayude o me moleste. Ni quiero convencerte, amada, para que saltes conmigo en el vacío de las nuevas combinaciones.
      Mi carne fue carne en mil historias, pero este viaje lo hago solo.
      Más allá de los amores, de los trabajos, de las historias, hago de la carne un plus y ese goce que, ahora, me pertenece, es la única cosa.
      Me acerco a una velocidad imposible de precisar.
      Algo vuela, algo viaja sin ser visto.
      Espejismo de lo que debe ser. Un empujón más y se abrirá, en forma elocuente, el pozo de las nieves eternas y habrá algún idiota que querrá ser ese vacío.
      Pero claro, nadie conseguirá nada.
      La plenitud es aire y el vacío no tiene dónde dejar grabada su presencia. 
Los sobrevivientes ni se animarán a hablar del asunto.
      Y en este sentido tengo algo que decirles a los burócratas de la complicación:
      El quinto redondel soy yo.
      Pequeño saber partido sobre la muerte.
      No la pulsión, sino el pus de la pulsión.
      La cosa de la carne, poesía y psicoanálisis.
      Lo imposible se hace voz sin dejar de ser imposible.
      Tajo, pero en la nieve, sólo se abre para no permanecer abierto. 
      Clausura que en realidad es latido.
      Oscuridad que no se ve, luz que no ciega.
      Todo es demasiado veloz para que el sujeto psíquico pueda captar en su totalidad, cualquier momento de pasaje.
      Que durante la praxis se produzca un saber sin sujeto, asegura que el pase es invisible para el sujeto.
      Eso, con el tiempo, dirá lo que habrá sido, pero ya no será el sujeto.
      Y si alguien se deprime por esto, como dicen los sabios, a mí, particularmente, no me parece mal, que ustedes se depriman un poco, por lo que no esperaban de mí.

-¿Cabría en un puño toda la verdad? nos preguntábamos y levantábamos el puño cerrado y así íbamos por la vida, ¡eh, poeta!
      Comentó en voz alta Don Artemidoro, cuando la manifestación de los verdes defendiendo el aire, pasó delante de nuestra ventana.
      Yo con cautela, le dije:
      -Sí, lo que el mundo necesita es una buena ecología del alma.
      -Los cautos siempre buscan algo que no se termine ni se deteriore. Esta vez, tampoco, conseguirán nada. Por cada árbol que salvan se mueren cien mil personas.
      ¿No sé qué irán a hacer con tantos árboles?
      Don Artemidoro dejó caer las últimas palabras de su frase envueltas en una sonrisa encantadora, y yo frente a esa sonrisa me sentí verde, de 49 años, un poco pasado, pero verde, infinitamente, verde.
      Donando mi sangre para que crezcan las flores, invirtiendo mi semen en la reproducción de cipreses, cerrando las fábricas para evitar la contaminación, derribando edificios públicos y remplazándolos por verdes y extensos parques nacionales en plena ciudad, para los niños y así se lo dije:
      -A mí, me chifla, lo verde... y como Don Artemidoro sostenía su encantadora sonrisa yo intenté planificar la conversación y le dije:
      -La libertad individual no es un bien de la cultura, pues la libertad individual era máxima antes de toda cultura.
      ¡Éramos como los pájaros!, dejé caer con intención.
      Don Artemidoro reaccionó a la visión de tamaña libertad, pero sin embargo dijo como para sí mismo:
      -Quien posee ciencia y arte, también, tiene religión. Quien no posee una ni otra ¡tenga religión!
      Al ser mucho más impactado por la religión de Don Artemidoro que por mi propia libertad, tomé ese camino y pregunté:
      ¿Las artes marciales son arte o religión?
      Don Artemidoro comenzó a reír con energía, con fuerza -A Marlem le encantaba hacerme esa pregunta- y seguía riendo mientras con el dedo medio de su mano derecha hacía un boquete en la pared y me explicaba:
      -La pared tiene una vibración que la sostiene como pared, si mi dedo vibra a la misma intensidad y densidad que la pared, ésta pierde su estabilidad y se desintegra, así de fácil, muchacho, las artes marciales son ciencia.
      Don Artemidoro no esperaba que yo le contestara nada, por eso prosiguió: 
      -Con Marlem nos pasábamos horas hablando de estos temas. Ella me introdujo sin mucha experiencia pero con suma pasión en la discriminación de los dioses.
      Un Dios que está y uno que no está, comenzó una tarde confusamente, un Dios de la cosa y un Dios del espíritu.
      Recuerdo que en aquella oportunidad sin darme cuenta mucho lo que quería decir le dije sin entusiasmo:
      -Un Dios presente por producirse cada vez y un Dios oculto que siempre reside más allá.
      -Tal vez, me respondió Marlem, mientras me besaba con cierta distancia las nalgas.
      -Tal vez, le respondí yo y, ese día, lo dejamos ahí.
      -¡Ah!, dije yo, sobrando, ¿hablaban de eso con Marlem?
      Don Artemidoro no replicó nada y nos quedamos en silencio. A mí, estando con este hombre, me pasaba, que en el silencio me veía obligado a hablar y si no lo hacía los recuerdos me transportaban a otro tiempo:
      Yo, también, tuve grandes amores. Yo, también, amé espléndidas mujeres y mantenía con ellas profundas conversaciones.
      Dios, por ejemplo, fue lo más importante con Agata, la misionera. ¡Ella sí, que amaba a Dios!
      Cuando me regaló el Colt 38 me dijo con bondad cristiana:
      -Si lo sabes usar, Dios te protegerá y si no lo sabes usar, Dios seguirá existiendo, pero ya no te protegerá ¡Agata sí, amaba a Dios!
      -¿Tú eres cristiano, muchacho?
      En principio, la pregunta de Don Artemidoro me pareció inapropiada para el momento de mis recuerdos pero igual intenté una respuesta.
      -Bueno, balbuceé y, luego con más entusiasmo le dije: -Agata, la misionera, era cristiana y guerrillera. Una tarde, después de tocar el cielo con nuestros cuerpos le pregunté:
      ¿Por qué luchas por el pueblo?
      Y ella con una sonrisa celestial me respondió:
      -Yo no peleo por el pueblo, yo peleo para que nuestro Dios cristiano, relegado por el Dios del capitalismo, vuelva a encontrar su lugar.
      -Con Marlem, hablábamos de muchas cosas, también, de Dios, dijo con entusiasmo Don Artemidoro. -Un día, tratando de tomar contacto con Dios nos pasamos toda una noche haciendo el amor en el jardín y nuestros líquidos orgánicos se mezclaban con la tierra y el aire nocturno.
      Esa noche no recibimos ninguna señal de su existencia, pero al otro día, sobre la huella de nuestros cuerpos en la tierra crecieron rojas rosas encarnadas y Marlem, con dulzura extrema me dijo:
      -¿Viste?
      Yo en aquella oportunidad no le dije nada pero recordé con intensidad que Marlem, ciertas tardes de goce inolvidable, siempre daba las gracias y, también, le daba las gracias a Dios y cuando yo le pregunté haciéndome el celoso, si era con ÉL y no conmigo que gozaba, Marlem me respondió, tranquilamente:
      -¿Viste? Dios está en todas partes.
      Como Don Artemidoro se quedó en silencio y perdió, un algo, su mirada yo me animé a preguntarle:
      -¿Conversando con Dios?
      -No, exactamente, estaba pensando que el Dios de Marlem y de su amiga Agata, son el mismo Dios, algo las trasciende y eso es Dios.
      A pesar de que no me parecía mal que hubiera un único Dios trascendente, igual recuerdo haberle preguntado:
      -¿ y usted qué cree. Acaso que Dios está en la cosa misma?
      Don Artemidoro no se dio por preguntado y siguió diciendo:
      -Ese Dios trascendente, eso es lo que goza, un algo más allá del cuerpo de la cosa. Era por eso que su Agata a pesar de llevar adelante una guerra santa, se confundía con una guerrillera luchando por el pueblo, porque el Dios contra el cual luchaba, es el goce de la cosa y la mujer no ama el cuerpo, la mujer es cristiana. Por eso lucha contra el capitalismo, contra la burguesía, aunque ella misma sea eso.
      -Ah!, comprendo, le dije, los verdes son un puñado de dioses...
      -Bueno, no quise decir tanto, respondió con celeridad Don Artemidoro, yo sólo quería decir que hay dos dioses, uno del goce de la mujer y otro del goce de la cosa...
      Yo riendo a más no poder por la ocurrencia, dejé escapar:
      -Así, que dos dioses, uno del amor fuera de sí, la mujer y otro Dios de la cosita. ¡EH!, Don Artemidoro, un Dios de la pija. Usted es un genio.
      -Sí, puede ser, dijo Don Artemidoro, pero todas estas cosas me las enseñó Marlem.

Un día salimos a caminar, tomamos una calle cualquiera y presenciamos un tiroteo, mejor dicho, olímpicamente un amasijo, dos o tres personas encerradas en una jaula y otros dos que pasaban montados en una moto, disparaban unos mil balazos y dos o tres hacían impacto mortal.
      -Casi un asesinato, dijo Don Artemidoro con voz trémula.
      Yo seguí caminando a su lado pero, esta vez, no estaba de acuerdo con él, Seguí caminando a su lado, pero lo que yo había visto, era, directamente, un asesinato a sangre fría, pero no dije nada.
      -Mire joven, prosiguió Don Artemidoro, tratando de explicarme alguna cosa, eso que vimos no fue un asesinato. Precisamente, porque usted y yo lo vimos, con lo cual deja de ser un asesinato, lisa y llanamente, para transformarse en un hecho claramente político.
      Lo que Don Artemidoro había hecho era una reflexión, pero a mí no me entraba en la cabeza. De cualquier manera me daba cuenta que todos los curiosos y los periodistas que estaban junto a nosotros mirando por la ventanilla del coche ametrallado, los cuerpos destrozados y ensangrentados de las víctimas, hacían reflexiones del mismo tipo. Algo así como si hubiera sido la izquierda o bien la extrema derecha o un hecho aislado de locura, pero a nadie se le ocurría enfrentarse, en lo que decía, con lo que para mí era lo importante. 
      Esos hombres muertos o a punto de morir.
      Para eso nadie tenía una palabra y eso aún no me dolía, pero que Don Artemidoro, en mis fantasías, hubiera quedado del otro bando eso me dolía más que la propia muerte que se mostraba serena, esa mañana, frente a mí.
      Yo estaba muriendo con el muerto y sería condenado, luego, con el asesino, pero Don Artemidoro claramente estaba en otra:
      -Además, poeta, fíjese, hubo negligencia. Nadie cuidaba lo que llevaban dentro de la jaula. Los que disparaban podrían haberse acercado hasta besar literalmente a sus víctimas sin que nadie, ni nada se interpusiera.
      La vida es un abanico en cuestiones, pero eso que vimos, no fue lo que se dice un asesinato.
      Tratando de razonar sus razonamientos, yo intenté decir:
      Usted dice que de ser un asesinato, la cuestión de la culpa y la responsabilidad se solucionaría con el hallazgo del asesino, en cambio cuando encuentren a nuestro asesino, seguramente, será la mano ejecutora de ideas que no son sólo suyas. Es decir, encontrar al asesino no cierra la cuestión sino que la abre.
      -Casi, dijo Don Artemidoro, mientras me invitaba a que bajáramos al Metro de Conde de Casal, hacia Manuel Becerra, y mientras bajábamos las escaleras me dio una palmada en la espalda que casi me mata y concluyó:
      -De un hecho así, todos somos culpables, si no hubiésemos estado todos de acuerdo, aunque más no sea inconscientemente, no lo hubieran podido hacer en la calle delante de todo el mundo.
      Bajamos del Metro y rodeamos la plaza hasta meternos en un hotel de la calle Alcalá a tomarnos unas copas, cuando de repente dos encapuchados nos dicen que nos quedemos quietos que nada nos pasará, separan la cara de la periodista que le hacía preguntas a las víctimas y luego de besar las mejillas de los dos condenados, disparan sin asco y salen a la calle caminando como Dios manda y nadie puede detenerlos.
      Yo estaba absorto, y con indignación contenida le pregunté a Don Artemidoro, mirándolo a los ojos.
      -¿Asesinato?
      Y Don Artemidoro tratando de parar la hemorragia con sus dedos en uno de los baleados, aún vivo, me dijo con violencia:
      -Respuesta política, poeta, otra vez más, somos todos culpables.
      Ya en la calle y sin rumbo fijo, caminábamos como huyendo de lo visto, caminábamos rápidamente y recitábamos en voz alta poetas griegos dándole ritmo a la tragedia.
      -El río fluye, gritaba Don Artemidoro, aunque no vayamos hacia el río, su fluir permanente, nos alcanzará.
      Y yo, envalentonado, le gritaba:
      -Hoy he muerto y he matado, ya soy el río.
      Después nos sentamos tranquilamente en el banco de una plaza y pensamos que ya, hasta la semana que viene, las cosas quedarían así. De golpe Don Artemidoro puso todo su cuerpo en tensión y me dijo entre dientes:
      -Están aquí, en la plaza, a un paso de nosotros.
      -¿Quiénes? pregunté con ingenuidad.
      Y Don Artemidoro, como en suspiro:
      -Los de la moto y los encapuchados, están aquí, en la plaza, cerca de nosotros, hablando.
      ¿Hablando? pregunté yo como pensando que Don Artemidoro estaba tras una de sus enseñanzas en broma y él con firmeza me contestó:
      -Si hablando, poeta y no se haga el boludo, ahí los tiene, esos son sus asesinos ¿Qué quiere que hagamos?
      Y antes de que yo le contestara, nada o bien, mejor los escuchamos, Don Artemidoro, encogió aún más su cuerpo y saltando por encima mío salió volando unos veinte metros cayendo en el círculo que formaban, en sus conversaciones, los dos de la moto y los dos encapuchados y los redujo a los cuatro con suma facilidad.
      Cuando yo llegué corriendo, jadeante, él ya les había matado a los cuatro y los había hecho desaparecer, después, golpeándose una mano contra otra, me miró y me preguntó:
      -¿Has visto algo, poeta?
      Y yo le contesté con seguridad:
      -No he visto nada.
      Y él con una sonrisa extrema y una voz atemperada me dijo:
      -Volvamos a casa, muchacho, que los sueños, sueños son.
      -Vio, poeta, en todas partes se cuecen guisantes, me dijo Don Artemi doro, cuando lo visité después de nuestro paseo, por Atocha y Alcalá. Yo, antes de sentarme en la silla que ese día estaba justo en el centro del salón, le contesté desinteresado.
      -Ese no es el problema, el verdadero problema es que en algunas partes, se cuecen otras cosas, además de guisantes y eso produce, a mi entender, todo el desequilibrio.
      -Parece que hoy se siente, despojado, desposeído. Me dijo Don Artemidoro, sin tono.
      Estaba claro, hoy no teníamos mucho interés en nuestras conversaciones y ¿quién sabe? si algún día volveremos a ellas. La sangre, las guerras, las, diferencias políticas que llevan a la muerte. El Salvador. Nicaragua. África le del Sur. El aparente fracaso del comunismo, quién sabe si algún día podríamos volver a hablar de Dios, del goce, del cuerpo. Tal vez, recordar sea lo único que ya se pueda hacer en las conversaciones.
      Esta vez Don Artemidoro, no supo lo que yo estaba pensando cuando me preguntó.
      -¿ Tiene culpa, poeta?
      -Recuerdos, como culpas... le dije laxamente, mientras me daba cuenta que Don Artemidoro se había recostado en el suelo en un rincón del salón y yo había quedado sentado en la silla del centro del salón como en un escenario y por si alguien pudiera aún escucharme terminé la frase diciendo: huellas, senderos marcados, lágrimas de piedra nunca derramadas, vidas despojadas de destinos, millones de toneladas de carne humana pudriéndose sin alcanzar un nombre, millones de niños que nunca alcanzarán el abecedario, selvas arrasadas por el dolor, cristalinas aguas envenenadas delicadamente...
      -Comprendo, dijo Don Artemidoro, interrumpiéndome, las aguas en el sur lo están destruyendo todo, 300.000 comunistas de Praga piden el fin del
comunismo, empresa israelí lucha en contra de la guerrilla en El Salvador, helicóptero de la VI flota se estrella en aguas de Almería, toxicómanos de las fronteras piden desesperadamente ayuda a quienes han expulsado a los camellos del barrio, Madrid es la región con más niños con Sida, un demente mata con unas tijeras a un peletero de Torrejón, se ofrecen tratamientos dudosos para pacientes terminales, Once preocupados por ciegos producidos por hospitales, África desvastada por el Sida...
      Yo que no aguantaba más la enumeración le dije, para interrumpirlo a mi vez: 
      -Es otro nivel, negocios que no paran, ponte al día, el más suave, hay muchos motivos para llamar a Francia, máximo poder, con un poco de suerte la declaración no corre por su cuenta, fiestas que dejan recuerdos, ahora a la venta, como ser santo y borracho a la vez, tenemos muchas razones para estar de su parte, como tú lo quieres, más calidad de vida, porque la mejor inversión es la educación de sus hijos.
      -Eso es publicidad, dijo Don Artemidoro, lacónicamente sin decir más nada y yo tampoco, y nos quedamos en silencio. Un silencio fuerte, conversador.
      Y, yo era el caballo brioso y desesperado que galopaba por el silencio, Don Artemidoro había desaparecido, la experiencia estaba a punto de comenzar, él soñaría y yo, por fin, conocería de manera directa uno de sus sueños.
      Don Artemidoro, yacía, desaparecido, ahí, en un rincón del salón, yo me acomodé en la silla y dí la última calada, chupé con voluntad del canuto hasta agotarlo y luego, dejé caer los brazos al costado de mi cuerpo y para relajarme pensé en altas montañas americanas y en mi maestro indio. Así llegué casi hasta el desvanecimiento. Lo primero que ví fue un águila macho tragándose todo el viento en su voracidad de volar y antes de desaparecer, yo también, dije sonriendo:
      -El águila soy yo, el águila soy yo... soy yo... yo... y...
      Camila Fuentes, la condesa de la uva, se destacaba nítida contra el telón de fondo. Marlem, montada en una bicicleta de tres ruedas intentaba silbar. Agata la misionera aparecía, más que crucificada abrazando una cruz de suave madera holandesa, que crece en la selva misionera argentina, al costado derecho de Marlem. Don Artemidoro aparecía en su propio sueño luchando en varios idiomas con tigres de papel y osos polares clandestinos. Alexis, con las dos manos, tocaba la guitarra, recordando canciones de Víctor jara. Juan parecía en el sueño de Don Artemidoro, un cadáver viviente, Pardales aparecía y desaparecía, como formando transparencias sobre el cuerpo de Juan y en el centro del sueño aparecía yo, sentado en la silla, con los brazos caídos al costado del cuerpo, viendo volar un águila ya, sin sexo definido, y esta vez, claramente, escribiendo mensajes en su vuelo.
      Primer mensaje: soy lo que vuela.
      Segundo mensaje: encadenadme y seré lo encadenado que vuela.
      Tercer mensaje: matadme y seré lo encadenado, muerto, que vuela.

 

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