UN ARGENTINO EN ESPAÑA

Miguel Oscar Menassa 1987

 

España por fin es mi país,
Madrid mi ciudad
                                                        
26 de agosto de 1982

Hay un decreto-ley del 26 de agosto,
donde se me promulga,
en todo el territorio Ibérico
(con todos los derechos y deberes)
ciudadano español, casi nativo,
casi con todos los derechos,
con todos los deberes.

Oriundo de un sur donde las cosas,
más que suceder, se sueñan,
al principio no podía creer lo que pasaba.

El señor Juez me dio la mano y me dijo:
Obediencia y serenidad y serenidad y obediencia.
La secretaria del Juez, bailaba,
con las dos mujeres que siempre me acompañan,
una danza Inca, para festejar
el milagro de mi nacionalización.

Pensar que estaba otra vez delirando
era prematuro y, sin embargo, el Juez,
detuvo la danza para pedirme,
800 pesetas prestadas para unos sellos en mi trámite
y, luego, todavía, las tres mujeres se mataban unas a las otras,
para poder besar los labios del Juez.

Mis mujeres, hembras de luz,
mataron a la secretaria y la archivaron,
entre las personas que, todavía, no habían nacido
y, alternativamente, besaban y mordían los labios del Juez
y, después, bajaron las escaleras gritando:
Somos la nueva España. Somos la nueva España.

Saludaron al policía de la puerta,
con un movimiento a dúo de caderas
y escaparon por la calle abierta,
ciegas, plenas de libertad.

Yo trataba de explicarle al Juez
que, en nuestro trabajo, habíamos descubierto
que ciertos procesos interiores se parecen
a ciertos procesos exteriores y, entonces, le expliqué:

Yo quería ser español y, ahora, lo soy,
se da cuenta lo que le quiero transmitir: 
cuando las fantasías se hacen realidad,
es cuando, a veces, se parte el corazón.

Comprendo, dijo el Juez.
Usted quisiera morir entre mis brazos,
como mueren los pájaros sedientos,
como mueren los hombres desesperados,
los hombres que, como usted, lo han conseguido todo.
¡Defínase!, Menassa. Olvide su pasado.
Ahora, usted, es español, serénese,
escuche cómo su corazón late alborozado,
de tener una nueva Patria a quien deberse.

Espere, señor Juez, la Mili no la puedo hacer, 
tengo cuarenta y dos años y seis hijos 
y siete mil pensamientos girando todo el tiempo en mi cabeza 
y trabajo de médico todo el día 
y pinto algún cuadrito 
y escribo algún poema miserable 
y hago el amor con esas dos fieras 
que, Usted, alucinó hace un instante.

Vio cómo se prendían de sus labios,
como bocas abiertas de libertad, bueno,
así voy por la vida:
hablando del camino después de recorrerlo,
así voy por la vida:
como si no existiesen ni mapas, ni países
sino, sólo mis versos.

El Juez, sonriente, por haber entendido,
me concedió la gracia de ser dos.

Y así voy por la vida,
con el alma partida en dos volcanes. 
Viven en mí,
-como dos amplias mujeres en los días de gloria-  
un corazón de plata 
donde la imagen persistente de un río
dulce y marítimo golpea las puertas de una ciudad,
abierta a todos los idiomas, a todos los males.

Y un corazón de sol ,
donde la imagen persistente de la luz -cósmica y sonora-

revive en la propia ciudad donde vivo, 
recuerdos de otras ciudades en tiempo de paz.
Y cada mañana con la luz me voy alejando de la muerte.
Y así voy por la vida,
ambicionando poder ,
además de mi madre, una mujer .

Y así voy por la vida,
ambicionando poder alimentar pasiones tan diversas.
Al mismo tiempo,
un corazón de plata (mi vieja Buenos Aires)
siempre a punto de morir o de recordar alguna muerte.
Y un corazón de sol (mi pequeña Madrid que estoy haciendo)
siempre a punto de olvidarse de todos sus muertos,
siempre a punto de nacer.

Comprende, señor Juez,
por qué habré de pagar todos mis impuestos.
Porque en mi alma, ciudades y mujeres,
se pasean libremente en cualquier dirección,
sin ponerse, nunca, de acuerdo para nada.
Viajan por el espacio alado de mi voz,
una detrás de la otra o, bien, todas al mismo tiempo.

Comprende, señor Juez,
por qué habré de pagar todos mis impuestos.
Porque ciudades y mujeres y ciudades y mujeres,
bailan frenéticamente en mí, tratando de ser reconocidas,
cada una a su tiempo o, bien, todas a la vez.

Por eso pago los impuestos.
Para que nadie me venga a preguntar,
por esta oceánica soledad, partida en dos.

 

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